Hay lugares que convocan a las mejores partes de uno mismo, que dejan a la vista tesoros propios que no son reconocidos en otros lares. Esa era la casa de mi abuela.
Hay lugares a los que pertenecemos y nos pertenecen. El sofá de casa de mi abuela es uno de ellos. Un sofá que ya solo existe en mi memoria.
Cada sábado íbamos a su casa a comer, cocinaba con gusto manjares sencillos y deliciosos; los primos jugábamos y después de la comida nos trasladábamos del comedor a la salita. Los días especiales mi abuela sacaba una caja de Ferrero Rocher -mis bombones preferidos de la infancia- y tras comerme los extra que me daba sin que nadie se diese cuenta, me llenaba de besos. Yo, apoyando mi cabeza en su regazo, me adormecía. Recuerdo el tacto suave de sus mejillas, el calor que emanaban era la temperatura de un buen hogar. Las recuerdo como el terciopelo de los muestrarios que había en su atelier de modista. Cuando sonreía, que era a menudo, se le elevaban y de un soplo se sacaba veinte veinte años de encima.
Estar junto a ella mientras mi abuelo dormitaba sentado en el sillón, junto a la ventana que da a la calle, con el parloteo de mis padres y mis tíos y el sonido de alguna película de telón de fondo es uno de mis recuerdos más vívidos y bellos de la infancia.
Muchas veces me llevaba al colegio. Ibamos caminando por la avenida. Las pocas veces que le dije que no quería ir no soltó mi mano. Continuamos paseando de camino a la basílica bajo el sol del invierno y pasábamos la mañana juntas. No sé si sabía que estaba sembrando en mí semillas de flexibilidad que me han salvado de algunos infiernos, pues no me siento obligada a permanecer en una decisión si de veras mi cuerpo precisa de otros destinos.
Gracias, abuela.
Había días que nos recogía en el colegio, a mi hermana y a mí, e íbamos a comer a su casa. Recuerdo esos tomates y esas cebollas regadas en aceite de girasol, tenían el sabor del amor. Sentarnos a comer en la mesa camilla con las piernas caldeadas por el brasero era pura medicina para la sensibilidad de aquella niña.
Todavía la echo de menos. La siento mientras te escribo. Por un momento cuando comencé a escribir esta memoria, pensé en escribir sobre otro asunto pero la sentí a ella diciéndome no, estoy aquí. Escribir sobre ella es una manera de estar junto a mi abuela y sus mejillas de nuevo.
Yo tenía dieciocho años cuando ella murió. Cuidar de sus tiroides desbarajustadas nunca fue su prioridad y un constipado derivó en una complicación que la llevó a estar encamada durante semanas en un hospital. Venía de Valencia a verla cada fin de semana. Untaba su piel seca con crema y hablábamos. Apoyaba el vaso de agua en sus labios secos cuando tenía sed. Todavía mantenía el fulgor de sus mejillas. Pero con los días fueron perdiendo su rosado cómo se fue perdiendo su apetito, apagándose su voz y sus manos acolchadas de ternura.