QUIEN ESPERA, PROSPERA
Para que te acompañe en la lectura de hoy.
Detesto esperar.
Mi móvil se iluminó mostrando estas palabras. Era mi amiga M, matando el tiempo mientras aguardaba a que le trajeran el sofá de su casa nueva.
Llevan dos horas de retraso.
A M le irrita que su ritmo interno no coincida con el del mundo.
Te entiendo, me pasa un poco igual.
El problema es que eso lo llevo más lejos, me contesta.
Como cuando voy a vivir a un nuevo lugar o conozco a alguien interesante, pasan dos, tres años y si no echo raíces, me muevo. Esperando hacerlo en otro lugar, con otra persona.
Hay algo precario, demasiado fugaz, que atenta contra el sentido del tiempo cuando no estamos en sintonía con el ritmo que precisan algunas cosas para florecer.
Lo noto en vacaciones. Cuando las varillas del reloj se vuelven flexibles recupero tiempo para simplemente soñar, mi agenda se queda en casa y la hora de dormir de mi hija se amplía entre las nueve y las doce. Entonces veo con claridad como a veces no paro a darme cuenta. No me detengo a mirar. Se me pasan por alto las puertas que otras personas abrieron para que yo pudiera entrar y el hilo invisible que enlaza casi todo lo que nos sucede. No quiero perder eso, la mejor forma de vivir abierta a tomar el destino es estar alerta a sus sincronías.
Hemos perdido la capacidad de esperar y quien no es capaz de aguardar no es capaz de ver, atropella a la vida y no le deja hacer su trabajo.
Pero un buen día el mundo de fuera me devolvió otra realidad.